domingo, 30 de noviembre de 2014

MARCELA RODRÍGUEZ VALDIVIESO


PABLO
 
El viento golpeaba fuertemente la cara de Pablo mientras la camioneta que guiaba Fernando volaba por el camino rumbo al lugar donde deberían esperar a que pasaran los policías de las Fuerzas Especiales, los mismos que en las noches anteriores habían detenido a varios jóvenes en la calle, de los cuales dos habían sido hallados muertos en un botadero de basura y de los demás todavía no se sabía donde estaban. Pepe estaba a su lado en la parte trasera de la camioneta, silencioso, mirando nerviosamente el reloj. No había nada que decir, habían repasado muchas veces el plan y ya se lo sabían de memoria. Tenían el tiempo justo para llegar a tomar sus posiciones en el lugar elegido para la emboscada, no podían perder esa oportunidad ya que habían destinado mucho tiempo y esfuerzo en la planificación de la acción y la tensión aumentaba con el pasar del tiempo.

Pablo se agarró fuerte del costado de la camioneta y sonrió pensando en el día siguiente. Estaba contento pues por fin conocería a su pequeño hijo. Su mente retrocedió hasta unos años atrás cuando ella aún lo amaba y pensaban que su amor no se acabaría nunca y que pasarían el resto de sus vidas juntos. Era tan hermosa que hasta pensaba en no merecerla. Un obrero como él, tosco, sin educación, acostumbrado a las duras tareas de su oficio, no sabía como tocarla sin hacerle daño. Ella se reía de sus temores y juguetona recorría con sus dedos todo el cuerpo de Pablo prometiendo entre susurros amarlo toda la vida. Pero qué vida- pensaba él- si nunca pudo terminar sus estudios y ahora era el hombre de la casa con su madre viuda, una hermana y dos sobrinos sin padre a los que debía mantener, con un sueldo miserable que apenas alcanzaba para parar la olla. Tanto trabajar, tanto esfuerzo para nada y mejor no reclames Pablo que hay muchos que esperan por tu trabajo y  con menos sueldo y ni siquiera pienses en formar sindicato pues te acusarían de comunista, de subversivo y eso es muy peligroso ahora que los militares tienen el poder.

Pablo se mordía los labios de impotencia y decidió que debía hacer algo. No podía seguir así como si nada pasara cuando un tiempo atrás había presenciado como hombres de civil fuertemente armados sacaban de la casa a su vecino a golpes de puños y pies en presencia de su esposa e hijos, acusándolo de tener en su casa una imprenta clandestina donde reproducían propaganda en contra de la junta militar. La mujer y los niños lloraban, gritando y suplicando para que no se lo llevaran. Los hombres, con lentes oscuros, los empujaron violentamente encerrándolos en una habitación y se llevaron al dueño de casa lanzándolo dentro de un vehículo sin patente, ante el miedo y la impotencia de los vecinos que no atinaron a hacer nada. Aquella fue la  última vez que lo vieron con vida.

Hasta ese momento Pablo pensaba, como muchos, que los rumores que corrían por las calles y poblaciones del país de que se torturaba y asesinaban personas aún sin comprobarles delito alguno, era sólo eso, rumores. Pero poco a poco fue descubriendo la cruda y terrible realidad. Su país era un largo campo de concentración donde la muerte rondaba en cada barrio, en cada población, en cada lugar donde existiera gente humilde que pudieran pensar siquiera en la posibilidad de rebelarse.

Pablo tomó una decisión y buscó a su amigo de toda la vida. Le costó encontrarlo, nadie sabía donde vivía y aparecía muy poco por la casa de su madre. Le habló de sus inquietudes y de su interés en participar en el movimiento. Pepe le explicó que la cosa no era un juego, que tenía que estar seguro del paso que iba a dar ya que su vida cambiaría desde ese día en adelante. Tomar conciencia y decidirse a luchar para cambiar las cosas es demasiado importante y se requiere de mucho coraje, sobre todo en los momentos que se estaba viviendo con los militares en el poder. Le habló de la seguridad, de la compartimentación, de la lealtad y de muchas cosas que Pablo desconocía pero que estaba dispuesto a aprender. Su familia no debía sospechar nada y no debería guardar nada comprometedor en su casa y si lo hacía tendría que buscar un buen escondite que pasara un posible allanamiento, cosa muy frecuente en esos días.

Se fue metiendo poco a poco, cada vez tomando nuevas responsabilidades y siempre convencido de haber tomado la decisión correcta. Participaba en sus ratos libres, después de la jornada laboral o los fines de semana donde con otros muchachos llegaban hasta las poblaciones haciendo trabajo con jóvenes y niños en centros culturales y colonias urbanas. Organizó ollas comunes con las mujeres del lugar y bolsas de trabajo con los obreros cesantes, que muertos de miedo por la represión que se ejercía sobre las organizaciones poblacionales, sólo asistían a las reuniones si éstas se realizaban en la iglesia y con el cura presente.

La responsabilidad de Pablo fue en aumento hasta que fue necesario que dedicara todo el tiempo a estas actividades. Fue así como renunció a su trabajo y se entregó de lleno a su labor partidaria y al trabajo poblacional, tratando de hacer conciencia entre los pobladores que debían organizarse y perder el miedo para poder derrotar a la dictadura, elegir libremente a los gobernantes y salir de la miseria en  que estaban sumidos.

En su casa la madre escondía el temor que sentía por las actividades de su hijo, pero aun así lo apoyaba incondicionalmente justificando con los vecinos las ausencias de Pablo y sus extraños horarios de salida y llegada a la casa. Su compañera, en cambio, no entendía razones y le discutía que primero debía preocuparse de ella y no andar perdiendo el tiempo en tonteras que no le traería ningún beneficio. A Pablo le apenaba esta situación y trataba de convencerla para que  también se integrara a la lucha, pero todo fue inútil, ella se negaba rotundamente.

La situación se hizo insostenible hasta el día en que ella descubrió el escondite donde él guardaba los documentos y un arma. Discutieron mucho, trató de explicarle, ella no entendió y lo hizo elegir. Angustiado Pablo buscó a su amigo y le contó su problema, pidiéndole un poco de tiempo para pensar en una solución que le ayudase a salir del paso. Después de unos días en que no probó bocado ni durmió tranquilo, tomó la decisión de seguir en la pelea. Se dijo que su conciencia no estaría tranquila si dejaba la lucha y a los compañeros que había ganado para ella y que confiaban en él. No podía defraudarlos, su deber era seguir adelante sin vacilaciones, sin miedos, sembrando para cosechar frutos y sueños, preparándose para un tiempo mejor, una vida mejor sin penas ni sobresaltos. Debía seguir adelante, por él, por su familia, por todos.

Ese mismo día ella se fue sin decirle que esperaba un hijo suyo. Cuando Pablo se enteró fue en su busca pero pasó mucho tiempo antes de encontrarla y para que lo autorizaran ver al  niño y ese día por fin había llegado. Arriba de la camioneta, junto a Pepe que nerviosamente miraba el reloj, Pablo sonrió al pensar en que al día siguiente vería a su hijo. ¿Qué le diría? ¿Cómo reaccionaría su pequeño que aún no conocía? Soñó con el bello futuro que le daría cuando ganaran. Él tendría una buena educación, no tendría que humillarse ante nadie, viviría libre, sin miedo, sería así porque él, su padre, estaba luchando para que así fuera.

Algo lo golpeó en la cabeza volviéndolo bruscamente a la realidad mientras un líquido oscuro y caliente le corría por la cara cegándolo por completo, sintió que caía hacia atrás como en cámara lenta mientras escuchaba muy lejos el ruido sordo de una ametralladora. Las imágenes se fueron borrando lentamente de su mente mientras escuchaba a Pepe llorando a su lado que le gritaba “por qué no disparaste Pablo, te dije que venían, porque no te agachaste”.

La camioneta volaba por el camino. Lo último que pensó Pablo fue en qué diría su hijo cuando él no llegara mañana a su primer encuentro.


Marcela Rodríguez Valdivieso (Chile).

 

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