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Los soles se dieron cita
en los cerros de
Valparaíso,
la fiesta de infierno
en pleno día de otoño.
Las lenguas de
fuego
regaban las laderas
y subían como
montañas
arrasando ranchas y
casas.
Como ríos revueltos
alocados
las llamas
encendían hasta lejos
y de todos lados llovía sufrimiento,
dolor, estupor, impotencia, silencio.
La gente corría, gritaba, lloraba
mientras el azul pacífico miraba
el espectáculo ardiente de colinas en luto,
cerros rasados, carbonizados por el incendio.
El fuego animal incontrolable dejó,
aquella vez, un saldo inmenso de gente
sin viviendas y varios muertos, con el
fantasma rojo hirviendo en las memorias.
Valparaíso, puerto primero, allá
en el rincón último del continente
latinoamericano, apareció el terror del rayo
y su estridente de fuego goloso.
Día de duelo marcado en los anales
de muchos y de mi corazón, no lejos
Sergio entraba en su último lecho,
qué extraño hecho, pienso.
Valparaíso hermoso, puerto único,
grabado en el inconsciente humano,
referente de viejos marinos esparcidos
por el mundo y
sueño de los nuevos.
Tus colinas
humeantes y doloridas
amanecen aún calientes como lascivas,
enseñándonos que la vida es fútil, rauda,
que en un pestañar somos ceniza, humo, nada.
Este día fue como una pelea de gigantes,
un extraño momento de ira, de la inconsciencia,
de los elementos primero de los hombres enseguida:
con el fuego no se juega.
Una riña de hijos de volcanes ebrios
en pleno cielo azul descalzo de nubes
y también de estrellas, no era aún la hora,
Valparaíso, enlutado está mi paraíso.
Víctor
Escobar (Chile).
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