CAROLINA
Acto Unico
Una sala de espera. Un banco. Luz de día. Música de introducción alegre, (ejecutada por un organi¬llo callejero), que se mezcla con el ritmo de un tren que se detiene. Entra Fernando, el estudiante. Trae una caja de violín y maletín, se sien¬ta en el banco. Luego entra Carlos, precedido por el porta-equipaje que trae las maletas.
Carlos: (Al porta-equipaje, dando propina) Gracias, déjelas ahí. ¿Cuánto falta para nuestro tren?
Porta equipaje: ¿El expreso a Santiago?
Carlos: No, hombre: vengo de Santiago. El tren local.
Porta equipaje: Unos... treinta minutos. Si no llega con atraso... (Sale)
Entra Carolina, cargando paquetes y, distraída sigue de largo. Va a salir por el otro extremo, él la llama.
Carlos: ¡Carolina! (Ella se detiene). ¿Dónde vas, mujer? (Le ayuda a dejar los paquetes en el banco). Sabiendo que teníamos que hacer un trans¬bordo, ¿cómo se te ocurre traer tantos paque¬tes?
Carolina: Sí, Carlos.
Carlos: ¡Una caja de sombreros! ¿Vas a usar som¬brero en el campo?
Carolina: Sí, Carlos...
Carlos: (Mira dentro de la caja) Uno, dos tres, cuatro, cinco... ¡cinco sombreros!. Si es para protegerte del sol ¿no te pare¬cen demasiados?
Carolina: Sí, Carlos.
Carlos: Cinco paquetes... Oye ¿no eran seis?
Carolina: Sí, Carlos.
Carlos: ¡Pierdes uno y te quedas tan tranquila!
Carolina: (Sentándose) Sí, Carlos.
Carlos: ¿En qué quedamos? ¿Eran cinco, o seis?
Carolina: Cinco, Carlos, cinco.
Carlos: (Se sienta y abre el periódi¬co: Imitándola) “Sí, Carlos, No, Car¬los...” Oye... en el tren venía leyendo un par de avisos, muy sugerentes. Aquí, (Lee) “Compro refrigerador en buen esta¬do, tratar”, etc. Y este otro: “Vendo Chevrolet, 4 puertas, poco uso, con facilidades...”. Fíjate en el detalle: el refri¬gera¬dor lo pagan al con¬tado, podemos dar el pie para el auto. Sé que el refrigerador es indispensable, pero tene¬mos el chi¬co que nos dio tu mamá, mien¬tras podamos comprar uno mejor. En fin, tú dirás... (La mira, ella sigue distraída) ¡Carolina!
Carolina: ¿Sí, Carlos?
Carlos: Oye ¿qué te pasa?
Carolina: ¿A mí? Nada. ¿Por qué?
Carlos: Hace como media hora que contestas: “sí, Carlos”, sin tener idea de lo que dices.
Carolina: Sé perfectamente lo que digo... Digo: “sí, Ca¬rlos”.
Carlos: Bueno, ¿qué opinas?
Carolina: ¿Sobre qué, por ejemplo?
Carlos: ¡Sobre estos avisos “por ejemplo”!
Carolina: Tienes razón: trae demasiados avi¬sos... Deberían dedicar más espacio a la literatura.
Carlos: ¡Más espacio a la literatura... !
Carolina: Siempre lo has dicho. ¿Por qué tratas de confundirme?
Carlos: ¡No trato de confundirte!. ¡Sólo te hago notar que contestas sin tener la menor idea de sobre qué te estoy hablando!
Carolina: Entonces, dime de qué se trata y no te sulfures.
Carlos: De vender nuestro refrigera¬dor, y...
Carolina: (Cortando) ¿Estás loco?. ¡No se puede vivir sin refrigera¬dor!
Carlos: Déjame terminar: venderlo para comprar un auto...
Carolina: ¿Lo dices en serio? ¡No vas a comparar el precio de un auto con el de un refrige¬rador!
Carlos: ¿Podrías leer estos avisos? (Rabioso, tira el diario). ¡Al diablo! Lo que me interesa, ahora, es saber en qué esta¬bas pensan¬do.
Carolina: Pero Carlos, ¿por qué siempre tienes que tirar todo al suelo? (Recoge el diario)
Carlos: No cambies el tema.
Carolina: No cambio el tema, lindo: recojo el dia¬rio. Te alteras cuando viajas en tren.
Carlos: (Imitando su voz suave). No son los viajes en tren, queri¬da...
Carolina: ¿Por qué ese tono de marido controla¬do?
Carlos: Dime de una vez en qué estabas pensando
Carolina: ¿Yo?
Carlos: Sí. Tú.
Carolina: ¿Cómo quieres que sepa en qué estaba pensando? En nada. Estaba pensando... en nada.
Carlos: Entonces, deduzco que durante todo el trayecto desde Santiago hasta esta estación del trasbordo, venías pensando en nada, porque traías esa misma expresión lunática.
Carolina: ¿Es un pecado?
Carlos: Es una mentira: No es posible pensar “en nada” tanto tiempo seguido. Un esfuerzo continuado para mantener la mente en blanco, agota hasta los cerebros más entrenados.
Carolina: Por Dios, Carlos ¿cómo puedes ser tan complicado? No hice el menor esfuerzo. Y cuando digo nada, quiero de¬cir... todo.
Carlos: (A un testigo imaginario) Cuando dice “nada”, quiere decir “todo”.
Carolina: Ay, Carlos, ¡qué manía la tuya de repetir lo que yo digo! Me mortifica.
Carlos: Lo repito para poner en evidencia lo ilógico de tus respues¬tas. Eso es lo que te “mortifica”.
Carolina: Oye, estás poniendo una terrible mala voluntad en esta con¬versación. Por lo general me entiendes muy bien.
Carlos: No cuando tratas de engañarme. (Pausa). ¿Qué fue ese sobresal¬to que tuviste al llegar a Rancagua?
Carolina: Un calambre, te lo dije. De tanto estar sentada.
Carlos: ¿Y ese otro, cerca de Pelequén?
Carolina: Otro calambre de tanto estar sentada. ¿Te parece muy raro?
Carlos: ¿Y el de...
Carolina: ¿De Chimbarongo?
Carlos y Carolina: ¡Otro calambre de tanto estar sentada!...
Carolina: Lindo, por favor terminemos con estas discusio¬nes inútiles. Explícame eso del auto y del refrigerador...
Carlos: Olvidemos eso. (Se está buscando algo en los bolsi¬llos, al no hallarlo, se levanta como para salir de la sala).
Carolina: ¿Dónde vas?
Carlos: A comprar cigarrillos. (Sale)
Carolina, se levanta y empieza a acomo¬dar los paquetes sobre el banco. Ladra un perro, asustada deja caer uno de los paquetes. Fernando, que desde el inicio ha estado atento observándola, corre a recogerlo. Ella le son¬ríe. Hay un silencio. El, tímido, va a decir algo, pero no le sale la voz. Se aclara la garganta y vuelve a ensayar:
Fernando: ¿Van a tomar el tren local?... Yo también. Por favor, no crea que tenga la costumbre de acercarme a las señoras y ha¬blarles. Se trata de una circuns¬tancia muy especial, y me resulta difícil... (Al accionar, tira otro de los paque¬tes, lo recoge, solícito) Como le decía...
Carolina: Ah... ¿me estaba hablando a mí?
Fernando: ¿A quién otra?. Naturalmente que le estaba hablando a usted. (Sin querer al accionar tira otro paquete). Perdone ¡qué torpe!
Carolina: (Divertida) Deje en paz esos pobres paque¬tes y por favor, repita su pregunta: estaba distraída.
Fernando: ¿Mi pregunta?. ¿Cuál pregunta?. No tiene importancia... (Calla, luego reacciona). Le decía que no acostumbro acercarme a una dama sin ser presen¬ta¬do, que es la prime¬ra vez que lo hago...
Carolina: Muy mal hecho.
Fernando: Carolina... (Se corrige) Señora... estoy seguro que usted está muy por encima de esos tontos convencionalismos.
Carolina: Sabe mi nombre...
Fernando: ¡Sé su nombre! (Con pasión). ¡No hay nada que sepa tanto como su nombre!, Carolina.
Carolina: Joven ¿qué pretende? Porque si lo que pretende es...
Fernando: No pretendo nada y por favor no me llame “joven”. Sólo quería decirle que la estuve observando en el tren, y me pareció que tenía usted una terrible preocu¬pación. Si pudiera ayudar¬la... ¡estoy dispuesto a todo!
Carolina: (Lo mira un instante) Me extraña tanto interés de parte de un desconocido.
Fernando: ¡Le juro que no soy un desconocido!
Carolina: Sin embargo, tiene todo el aspecto.
Fernando: Alguien que la admira desde ha¬ce tanto tiempo, no puede ser un “descono¬cido”. ¿Comprende?
Carolina: (Burlándose) Ah, sí. Comprendo.
Fernando: ¡Gracias, Carolina!
Carolina: Comprendo que está tratando de hacerme la corte.
Fernando: Dios mío, ¿y si así fuera? ¿Nunca le han hecho la corte?
Carolina: Soy una mujer casada. Y ahora, perdone, pero tengo un grave problema que resolver. No puedo dedicarle más tiempo.
Fernando: ¡De eso se trata!. ¡Quiero ayudarle con su proble¬ma!
Carolina: Pero... ¡si no lo conozco!
Fernando: Mire, supongamos que una tarde nos encontramos en... el Parque Forestal. Alguien nos presenta: Carolina, una mujer encantadora, Fernando, un estudian¬te de ingeniería. Ya está. Ahora, nos hemos vuelto a encontrar, pero, claro, usted ya se ha olvidado de mí.
Carolina: Completamente.
Fernando: Ah: si se olvidó es que antes me conocía.
Carolina: Hay que ver que es insistente. Bueno, sea. (Le tiende su mano, él se la estrecha). Como le va. Y ahora ¿me permite concentrarme en mis asuntos?
Fernando: ¿No me va a decir qué es lo que la preocupa?
Carolina: ¡No!
Fernando: Es usted de lo más testaruda.
Carolina: Y usted, ¡de lo más impertinente! ¿Qué se ha creído?. Llamaré a Carlos.
Fernando: Bueno. Llame a Carlos. (Pausa) Con las mujeres todo resulta tan compli¬cado. ¿Qué le cuesta ser más sencilla y aceptar mi ayuda? Cualquiera diría que se ofende porque se la ofrezco. ¿O le caigo antipático? (Mira y ve a Carlos que se acerca). Le hablaré a su marido. Estoy seguro que él me reco¬no¬cerá. Porque us¬ted... nunca se fijó en mí. Sin embargo nos vemos a diario. (Se pone en pose de tocar el violín). Míreme. ¿No le parezco vagamente familiar
Carolina: No me diga ¡el vecino del violín! Cla¬ro... Ya decía yo que lo había visto en alguna parte.
Entra Carlos murmurando entre dientes. “maldito pueblo” Carolina le sonríe.
Carolina: ¿Encontraste cigarrillos, Carlos?
Carlos: No. (Se sienta)
Fernando: ¿Le puedo ofrecer de los míos?
Carlos: No, gracias, no se moleste. (Tras el dia¬rio, le habla bajo a Carolina). No iniciar con¬versaciones con desconocidos durante los via¬jes, des¬pués no hay cómo sacárselos de enci¬ma.
Carolina: Carlos, ¡si es Fernando!
Carlos: (Sin reconocerlo, sonrisa fingida) ¿Fernando? sí, claro... (Saluda) Cómo está. ¿De viaje?
Fernando: Sí, sí. ¿De veras no quiere fumar? (Le ofrece, él acepta)
Carlos: Gracias. ¡Es increíble que no haya en este pueblo dónde comprar cigarrillos! Todo cerrado.
Fernando: Si no me equivoco, lo que ha de estar abierto es el club.
Carlos: ¿Dónde está el club?
Fernando: El club del hotel. Y el hotel tiene que estar abierto.
Carolina: ¡Por supuesto! El hotel tiene que estar abierto.
Carlos: Puntualicemos: ¿dónde está el hotel?
Fernando: Al final de la calle principal, es decir, en la plaza. Y la plaza la encuentra... si¬guiendo derecho por la calle princi¬pal.
Carlos: Bien.. Y ¿cuál es esa calle principal, cómo se llama?
Carolina: Carlos ¿cómo no vas a distinguir la calle princi¬pal?
Fernando: Sí: es la más ancha y la más larga. Saliendo de la estación, me parece que es... hacia el lado de allá. La encontrará en¬seguida. En la plaza verá un cine, chi¬quito, y al frente está la iglesia. Una igle¬sia... común y corriente, y en el otro costado, está el hotel. Savoy, o Crillón, me parece.
Carlos: (Con desconfianza) Bien. Probaremos. (Sale)
Fernando: (Entusiasta) ¡Gracias, Carolina!
Carolina: Gracias ¿por qué? ¿Qué hice?
Fernando: Me ayudó a alejar a su marido.
Carolina: ¿Qué quiere decir? Oiga, ese club, entonces...
Fernando: Todos los pueblos son iguales, Carolina. Tiene que haber un hotel y un club en la plaza. Y ahora dígame ¿cuál es ese te¬rrible se¬creto?
Carolina: ¿Qué le hace pensar que es un secreto?
Fernando: Carlos no lo sabe.
Carolina: Hay muchas cosas que es mejor que los ma¬ridos no sepan.
Fernando: Desde luego.
Carolina: Sería amagarles la existencia.
Fernando: Comprendo.
Carolina: Oiga, ¡le prohíbo pensar en nada vulgar!
Fernando: No, jamás. Pero dígame ahora, ¿en qué la puedo ayudar?
Carolina: Bueno, ya que insiste: dijo que era estudiante de ingenie¬ría. (El asiente) En ese caso, puede darme algunos datos técnicos.
Fernando: (Emocionado) Usted, tan femenina, tan en¬cantadora, hablando de “datos técnicos”... ¡Qué quiere, me emociona!
Carolina: Qué ridiculez. ¡Contrólese, por favor!
Fernando: No me importa hacer el ridículo ni me pue¬do controlar. Hace tanto tiempo que esperaba la ocasión de hablarle, de poder partici¬par en algo suyo, de... Bueno, pero si se empeña le puedo dar millones de datos téc¬nicos. ¿Sobre qué?
Carolina: Sobre... sobre la resistencia de cier¬tos materiales al fuego.
Fernando: ¿Resistencia de materiales al fuego?. Ni una palabra más, me lo imgino todo. Si es lo que supongo creo que no se los daré.
Carolina: Tiene gracia. Y ¿qué es lo que supone?
Fernando: Necesita dinero y ha decidido trabajar a escondi¬das de su marido. Segu¬ramente le ofrecieron un puesto en una Sociedad Constructora. Sección venta de materiales. Y necesi¬ta datos técnicos... Carolina, ¡déjeme tomar yo ese trabajo! Le daré íntegro mi sueldo, ¡yo no lo necesito!
Carolina: Pero ¡qué se ha imaginado!
Fernando: Le juro que no me imagino nada. Tampoco le pe¬diré nada a cambio. ¡Acepte, por favor!
Carolina: (Burlándose) Muy generoso de su parte, joven. Suponien¬do que acepto ¿de qué vivi¬rá usted?
Fernando: ¿Yo? Del milagro, como he vivido hasta ahora. Si hay que robar ¡robaré! No tengo prejuicios.
Carolina: Está completamente loco. No sé cómo hemos llegado a hablar de cosas tan absurdas. Y no necesito dinero ¿está claro?
Fernando: (Resignado) Está claro.
Carolina: Ahora ponga atención: se trata de una pe¬queña gran tragedia. (Afligida) Algo ridícula, pero... tragedia al fin.
Fernando: Sí, comprendo. ¡Las pequeñas tragedias son siempre las peores!
Carolina: No me interrumpa. No hace más que decir tonterías mientras yo estoy sobre ascuas.
Fernando: Las llama tonterías... Estoy dispuesto a dar la vida por usted, y las llama tonte¬rías.
Carolina: No quiero su vida... ¡quiero esos datos téc¬nicos!
Fernando: ¡Y yo no quiero que usted trabaje!
Carolina: ¿Con qué derecho se mete en mi vida? (Enfá¬tica). ¡Trabajaré!
Fernando: ¡Antes pasará sobre mi cadáver!
Carolina: ¿Su cadáver?. Dios mío, usted me hace perder la cabeza. ¡Si jamás he pensado trabajar!
Fernando: Gracias, Carolina. (Toma su mano). Sabía que termina¬ría por acceder.
Carolina: Le repito que ¡jamás he pensa¬do en traba¬jar!
Fernando: Hubiera jurado que dijo “trabajaré”.
Carolina: Por favor, váyase. ¡Váyase y déjeme en paz!
Fernando: Carolina ¿qué le pasa? ¿Por qué me trata así? Sólo quiero a¬yudarla... ¿Dije algo que no debo? No me lo perdonaría, por¬que yo... (Calla, emocionado)
Carolina: Usted, ¿qué?
Fernando: Estoy enamorado de usted.
Un silencio.
Carolina: No esperará que le crea ¿verdad?
Fernando: No, claro. No me atrevo a esperar tanto.
Carolina: ¿Amor a primera vista? No sabe lo que di¬ce. Es muy joven... y se imagina cosas.
Fernando: No, no me imagino cosas. Hace 4 meses que no puedo estudiar, ni concentrarme en nada. Sólo puedo pensar en usted. He tra¬tado de sacarme esta idea de la cabeza, pero... no puedo.
Carolina: No sea tan romántico.
Fernando: El amor es romántico, Carolina. Escuche: cuando la divisé en el jardín, creí estar viendo visiones. Era exactamente igual a ella. Sus ojos, tan grandes, su son¬risa, el color de su pe¬lo... ¡se le parecía tanto!
Carolina: ¿A quién?
Fernando: ¿Cree usted que los seres vuelven a la ¬tierra una y otra vez?
Carolina: ¿De qué está hablando?
Fernando: Ríase y llámame romántico, pero la verdad es que de niño me enamoré perdidamente de una tía muy bonita que murió joven, es de¬cir, de su retrato. Bueno, ya casi lo había olvidado, cuando de pron¬to, una tarde, cuando estaba estudiando violín frente a la ventana, ¡se me aparece... allí, en el jar¬dín de su casa!
Carolina: ¿Su tía... ?
Fernando: No. Usted, Carolina. Fue como un sueño. Me la imagino, como la veo a ella en el retrato, vestida a la anti¬gua y con un delicado quitasol de en¬caje. Desde que la vi, Caroli¬na, mi vida cam¬bió. Sé que no puedo esperar nada, pero aún así, me siento como en el cielo.
Carolina: Feliz usted, lo que es yo ¡estoy en el infierno!
Fernando: Carolina, disculpe: su pequeña tragedia, la había olvidado. ¿De qué se trata?
Carolina: Se trata de una olla. ¿Entiende? ¡De una olla!
Fernando: (Deprimido) Carolina ¿por qué tenía que hablarme a mí de ollas?
Carolina: Pues, sepa, que de lo único que puedo ha¬blar es de ollas.
Fernando: Horrible artefacto.
Carolina: Sí, horrible. La odio con toda mi alma.
Fernando: ¿Tanto se apasiona por una olla? Franca¬mente, no comprendo.
Carolina: Al fin hay algo que no comprende, ni adivi¬na. Cómo lo va a entender si se trata de un simple hecho cotidiano. De esa realidad, que usted ignora. Escuche, media hora antes de salir, Carlos me dice: “me carga almorzar en el coche come¬dor, prepara algo para el viaje”
Fernando: (En éxtasis, para sí) ¡Genial!
Carolina: Voy a la cocina, preparo unos sandwichs y pongo en una olla, con agua, una olla de fierro en¬lozado, (Indica) pequeña, de este tamaño y un par de huevos para cocer.
Fernando: Describe con tanta vida que me parece estar viéndolo.
Carolina: ¡Y yo no he hecho otra cosa que estar viéndolo durante todo el trayecto! Contra el verde del paisaje, contra los postes de la electricidad...
Fernando: ¿Qué cosa?
Carolina: ¡La olla en llamas!
Fernando: Ah... pobrecita. Ahí tuvo el primer so¬bre¬salto.
Carolina: (Afligida) Al llegar a Rancagua, cuando recordé que había de¬jado la olla hirviendo y que se¬guiría hirviendo durante 15 días... Estos 15 días de vacaciones en los que esperaba tener tanta paz y sosiego. ¡Los pasaré so¬bre ascuas!
Fernando: Carolina, una olla no puede hervir durante 15 días. Tómelo con calma.
Carolina: Eso es lo peor: dejará de hervir en cuan¬to se evapore el agua... entonces, la olla se caliente al rojo, incendio... ¡Se quema nuestra casa, que ni siquiera hemos termi¬nado de pagar! ¡Quizás el incendio cunda por toda la cuadra!. ¡Qué horrible! ¿Se da cuenta? En el tren pensaba que desde aquí podría tele¬fonear a un vecino.
Fernando: (Alegre) ¿A su vecino del violín?
Carolina: Sí, y pedirle que entre por la ventana, no sé...
Fernando: (Tierno) No tengo teléfono, Carolina.
Carolina: ¡Ahora de qué serviría su teléfono!... Por favor ¡sugiera algo!. Estoy tan confundida que no se me ocurre nada. Vengo estrujándome el cerebro desde Ranca¬gua.
Fernando: Sí, los sobresaltos. ¿Por qué fue el de Chimbarongo?
Carolina: ¿Chimbarongo?... ¡el cajón de la basura!. Me acordé que está bajo la cocina, lleno de papeles y es... ¡de madera, de esas cajas en que vienen las frutas!
Fernando: Vamos por partes: reconstituyamos la esce¬na.
Carolina: Por fin se puso comprensivo.
Fernando: ¿Cocina a gas o eléctrica?
Carolina: A gas. (Indica) Aquí está la cocina. Acá un mueble de madera. Ahí, la puerta del closet. Espere... aquí una silla... ¡con a¬siento de totora! (Angustiada, repite), ¡”totora”!
Fernando: Tranquila. ¿Qué más?
Carolina: (Afligida) Y en el tarro basurero hay papeles, un diario completo y ¡bajo la olla, prác¬ticamen¬te!
Fernando: A la hora, se evaporó el agua.
Carolina: ¡No era mucha... es una olla chica!
Fernando: A las dos horas, la olla está al rojo.
Carolina: ¡Horrible!
Fernando: Los huevos pulverizados.
Carolina: ¡Qué importan los huevos!
Fernando: Hay que revisar todos los detalles.
Carolina: ¿Usted cree?
Fernando: Una olla vacía reacciona de distinta manera que una olla con huevos.
Carolina: ¡Dios mío! Sigamos.
Fernando: ¿Olla de aluminio?
Carolina: De fierro enlozado.
Fernando: Primero se salta el esmalte...
Carolina: ¡Qué importa el esmalte!
Fernando: Ya le dije que...
Carolina: (Al borde del llanto). ¡No me diga nada!. ¡La olla salta dentro del tarro con pape¬les, arde la casa entera!
Fernando: (Toma sus manos, para calmarla). Cálmese, Carolina, las ollas no saltan.
Carolina: Lo dice para tranquilizarme.
Fernando: ¡Le juro que no saltan!. Las ollas “se sal¬tan”.
Carolina: (Impetuosa, lo abraza) Tiene razón, ¡gra¬cias!
Fernando: (Mientras la tiene en sus brazos) ¡Qué lástima que exista Carlos!
Carolina: (Se aparta, digna) ¿Qué está insinuando?
Fernando: Nada. Digo... lástima que va a llegar Car¬los.
Carolina: Cierto. No vamos a poder mencionarlo y no podremos resolver nada. Por favor, busque la manera de alejarlo, y trate de averiguar si estamos asegurados contra incendio. Dígale... que vende seguros. Pero, con mucho disimulo. No quiero que sospeche nada. ¿Lo hará?
Fernando: Me pide usted cosas fáciles, pero harto difíciles. Casi preferiría que me pidiera cosas difíciles que me resultan más fáci¬les. ¿Me entiende?
Carolina: (Distraída) No, lindo, pero no importa.
Fernando: ¡Carolina!
Carolina: ¿Qué pasa?
Fernando: Usted... usted...
Carolina: ¿Yo, qué?
Fernando: Me llamó “lindo”... Es una muestra de cariño tan espontá¬nea... casi me atrevo a creer que...
Carolina: Por favor, no empece¬mos a creer cosas ¿quiere?
Fernando le indica que viene Carlos. Entra Carlos. Luego de un silencio:
Carolina: ¿Cómo te fue, Carlos?
Carlos: Mal.
Carolina: No me digas... ¡no estaba abierto el club!
Carlos: ¿Qué club?
Carolina: El del hotel que hay en la plaza.
Carlos: No había club, ni hotel, ni plaza. ¡Ni ca¬lle principal!
Carolina: Carlos, un pueblo que no tiene plaza... Estás divagando.
Carlos: Mira: este pueblo no es a lo ancho, sino a lo largo. No tiene plaza. Es más, creo que ¡no tiene pueblo! (Se sienta, se dis¬po¬ne a leer el diario). Y ahora ¿me permiten?
Fernando: Vaya: debí equivocarme de pue¬blo. Antes el trasbordo se hacía más al sur.
Carolina: Más al sur. Ah, usted ¿viaja mucho?
Fernando: Sí, mucho.
Carolina: (Con señas de inteligencia a Fernando) Qué interesante. ¿Se debe a su trabajo, tal vez?
Fernando: (Comprende) Ah, sí, en efecto. Soy asegu¬rador. Pólizas contra incendio. La compa¬ñía tiene sucursales en provincia.
Carolina: Y me imagino que gana buen dinero. Se trata de algo impres¬cindible... de vital importancia ¿no? Hay tantos incendios... A propósito, Carlos ¿estamos asegurados contra incendio?
Carlos: ¿Nosotros?. ¿Para qué?
Carolina: Nuestra casa, tontito.
Carlos: No.
Carolina luego de un ligero descon¬ciert¬o, a Fernando:
Carolina: Bueno, si no estamos asegurados, será por alguna razón. Nues¬tra casa ha de ser muy resistente al fuego, de otro modo Car¬los hubiera tomado un seguro. Es muy previsor.
Carlos: ¿Nuestra casa? Ardería como una caja de fósforos.
Carolina: (Para sí, afligida) De todos modos, ya es demasiado tarde.
Carlos: Tarde ¿para qué?
Carolina: Para comprar una póliza.
Carlos: ¿Una póliza?
Carolina: No... quiero decir, tarde para comprar cigarrillos. (Ante su mirada de reproche) Ay, Carlos, sabes que aunque diga póliza, quiero decir, cigarrillos.
Carlos: ¿Y por qué no adoptas la sana costumbre de decir directamente lo que deseas expresar, en lugar de hacerme siempre suponer que se trata de otra cosa?
Carolina: Ay, Carlos ¿por qué hablas en forma tan... complicada?
Carlos: (Se levanta) Voy donde el jefe de estación.
Carolina: ¿El jefe de estación?. ¿Para qué?
Carlos: Para preguntarle cuanto falta para este maldito tren local.
Carolina ¡El jefe de estación! El tiene que saber dónde venden cigarrillos, ¿se lo preguntas¬te?
Carlos: (Seco) No.
Carolina: Pero, lindo, es lógico: él vive aquí. (Tono conciliador) Las cosas más sencillas son las últimas que se nos ocurren. Tonto ¿verdad?
Carlos: (Picado) ¡Tantísimo!. (Sale, molesto, de escena)
Carolina: No sé qué le pasa... está de pésimo humor.
Fernando: Carlos sospecha.
Carolina: ¿En qué lo nota?
Fernando: Se ríe a destiempo.
Carolina: Carlos siempre se ríe a destiempo. Bueno, no perdamos estos minutos preciosos que nos quedan.
Fernando: Preciosos para mí, Carolina. Quizá ya no volvamos a encon¬trarnos así... a solas...
Carolina: No nos pongamos románticos, por favor.
Fernando: Pero, Carolina, yo...
Carolina: Lo ideal sería encontrar a alguien... a quien le haya sucedi¬do algo semejante, para saber qué pasa con una olla...
Fernando: Pero... Bueno, de acuerdo ¡hablemos de ollas! ¡Pasémo¬nos la vida hablando de o¬llas! ¿En qué est¬ábamos?
Carolina: En que si la olla salta. ¡Sería terrible porque en el closet hay una dama¬juana con ¡parafina!
Fernando: ¿Para qué tanta parafina?
Carolina: La estufa en invierno, y una lámpara, por si cortan la luz...
Fernando: Ah... la lámpara...
Carolina: ¿Qué? ¿Es peligroso?
Fernando: No, pero la imagino a usted, Carolina, en una noche de llu¬via, bordando a la luz de esa lámpara de otros tiempos...
Carolina: ¡Su tía, otra vez!. ¡Cómo puede ser tan insen¬sible!
Entra el porta equipaje y anuncia:
Porta equipaje: ¡El expreso a Santiago, dentro de 4 minu¬tos! (Cruza la escena y sale, Carolina lo mira como pensando en algo)
Fernando: Carolina, no puedo verla sufrir de ese modo. ¿Quiere que to¬que alguna cosita en el violín? ¿Un poco de música ayuda¬ría?
Carolina: ¿Música? ¡Lo que necesito son “hechos”! ¿Comprende? ¡Hechos!
Fernando Lo siento: a pesar del progreso, no han inventado un disposi¬tivo que permita apagar el gas a distancia.
Carolina: (Coqueta) Pero... se puede tomar un tren... de regreso a Santiago.
Fernando: (Con un sobresalto) ¡Carolina!
Carolina: ¡Dijo que estaba dispuesto a todo!
Fernando: A todo, menos a separarme de usted.
Carolina: ¿Quiere ayudarme o no? Tal vez lo que dijo antes no eran más que palabras. No debí fiarme de un violinista.
Fernando: No ofenda a mi violín: después de usted, es lo que más quiero. Escu¬che: me iría sin vacilar si hubiera el menor peligro. Por favor, confíe en mí. Razonemos, deduzcamos...
Carolina: No, es inútil. No me puedo sacar esa olla ardiendo de mi cabeza. Puede que no pase nada, pero también ¡podría incen¬diarse la casa! Claro, usted no sabe lo que es com¬prar un sitio a plazos, con préstamos y dificultades, luego cons¬truir la casa pro¬pia, con tanta ilusión. Si fuera un poquito más comprensivo, me diría: “Deme las lla¬ves, tomo un tren a San¬tiago, y apago el gas”. Pero, no. Usted no entiende, porque este es un hecho de la realidad y no se arregla con soñar o dejar de soñar. (Pausa) Estoy segura que Carlos com¬prendería. Se pondrá furioso, pero... ¡tengo que compartir esta angustia con alguien! Llamaré a Carlos. (Va hacia un costado y sin ganas, sin alzar la voz, llama) Car¬los...
Fernando: (Luchando consigo mismo) No. ¡No llame a Carlos! Esto queda entre usted y yo. Será un secreto entre los dos. (Heroico, tiende su mano) ¡Deme esas llaves!
Carolina: ¿De veras? ¿Lo dice de corazón?
Fernando: De todo corazón.
Carolina: (Impulsiva lo besa en la mejilla, abrazán¬dolo) ¡Gracias, Fernando! (Se escucha un tren detenerse). ¡El expreso a Santiago, hay que darse prisa. Las llaves. (Muy acele¬ra¬da busca en su bolso, lo vacía sobre el banco, mientras Fernando la mira extasiado por el beso). Mire, ésta es la de la mampa¬ra, y esta otra, más amarillenta, la de la puerta de calle. (Ve que él no está escuchando). Ponga atención, por favor: la de la puerta de calle, tiene maña, hay que inclinarla un poco hacia la derecha... (Se santigua para saber cuál es su mano derecha) No, hacia la izquierda. La cocina está al final del pasillo. Su maletín. (Se lo pasa, él sigue en éxtasis) Ah, y mi dirección en el campo, para que me ponga un telegrama, y saber qué si... no se produjo un incendio... Un lápiz... (Busca en su bolso). El lápiz de las cejas. ¡Papel, por favor! De prisa.
Fernando: (Presenta el puño de su camisa) Aquí.
Carolina: (Escribe) Mi dirección. Y ahora un nombre falso para que Carlos no sospeche. Rápido, un nombre, un nombre...
Fernando: (Sigue extasiado) ¡Greta Garbo!
Carolina: No, algo más común.
Fernando: María Pérez.
Carolina: Eso es. María Pérez. (El va a salir) ¡Su violín!
Fernando regresa por el violín y al alejarse le lanza un beso con un:
Fernando: ¡Adiós, mi amor!
Al salir tropieza con Carlos que viene entrando. Rabioso tira al suelo los cigarrillos que acaba de comprar.
Carolina: (Culpable) Carlos, qué manía la tuya de tirar todo al suelo. (Se los pasa) ¿Qué alcanzaste a oír?
Carlos: Exactamen¬te: “adiós, mi amor”. Tal vez lo golpee.
Carolina: No hay tiempo... (Sonido: tren partiendo). ¡Se fue el tren!
Carlos: De modo que ese bicho era el causante de los calambres, del nada y el todo en que venías pensando y esa confusión al ha¬blar... Y de la prisa desvergonzada que tenían los dos para deshacer¬se de mí. ¿Crees que soy tan idiota que no me doy cuenta de nada?
Carolina: Carlos ¡divagas! El nervioso eras tú, lindo. Siempre te pones así cuando te quedas sin cigarrillos. Estás completamente en¬vi¬ciado por la nicotina.
Carlos: ¡Enviciado por la nicotina! ¿Y cómo expli¬cas, entonces, que ese imbécil con facha de delincuente, se despida de ti con un “adiós mi amor”? ¿No te parece mucha sol¬tura de cuerpo?
Carolina: Carlos ¡estás celoso!
Carlos: Sí, así como suena ¡estoy celoso!
Carolina: Pero si siempre has dicho que los celos no son más que una manifestación del complejo de inferioridad.
Carlos: ¡Qué hombre no ha dicho esa estupidez alguna vez en su vida!
Carolina: Uuy, Carlos ¡estás haciendo el ridículo!
Carlos: ¡Asegurador contra incendios! Y tuviste la desfachatez de presionar para que le tomara una póliza. Oye, ¿desde cuando te interesan en los aseguradores?
Carolina: Por favor, no me vas a hacer una escenita de celos...
Carlos: ¿No crees que me has dado suficiente motivo?
Carolina: Eres de lo más mal pensado que hay, lindo. Te pregunté si estábamos asegurados, por¬que venía preocupada. Tu sabes... Puede que al salir de vacaciones como ahora, se le queda a una algo encendido. Y de ahí a un incendio...
Carlos: Para esos percances de las mujeres distraídas, tomo otro tipo de precauciones: Cierro las llaves de paso. ¡Gran invento, las llaves de paso!
Carolina: ¿Lo hiciste... ahora?
Carlos: Evidente.
Carolina: ¿La de la luz y... la del gas?
Carlos: Lógico. ¿Y esa cara? ¿Qué pasa ahora? (Ella, distraída, no responde), Carolina ¡dejaste algo encendido! ¿No desenchufas¬te la plancha como ese año que fuimos a Cartagena? ¿O qué?
Carolina: Ay, no empecemos con los interrogatorios. Aquí no estamos en los tribunales. Es terrible estar casada con un abogado.
Carlos: No te vayas por la tangentes. ¿Qué fue?
Carolina: Bueno, admito que venía con una ligera incertidumbre.
Carlos: ¡Carolina! ¡la verdad!
Carolina: Y si hubiera dejado algo encendido, no tienes por qué adoptar ese aire de supe¬rioridad. A ti también te pasan cosas ¿no? ¿No dejas nunca la mampara mal cerrada? Todavía no me confor¬mo con que nos roba¬ran la radio y los cubiertos el año pasa¬do.
Carlos: Cualquiera diría que yo tuve la culpa.
Carolina: ¿Fue mía, entonces? ¿No eres tú el encar¬gado de verificar que la puerta quede bien cerrada al partir de vacaciones?
Carlos: No la dejé mal cerrada. Esa chapa no es segura.
Carolina: Es lo mismo, lindo. Podías haber cambiado la chapa este año, y no lo hiciste.
Carlos: (Riendo) Esta vez hice algo mucho más eficaz, y creo que me voy a divertir. Porque ese ratero, ¡te apuesto que es el cuida¬dor de la casa de enfrente, la de los Gómez! Estoy seguro que tiene una llave que le hace a nuestra mampara. Pero... ¡que se atreva a abrirla!... (Se ríe). Le tengo una buena sorpre¬sa.
Carolina: ¿Ah sí? ¿Qué hiciste?
Carlos: ¿No te llamó la atención, que me quedara tanto rato en la puer¬ta? Mientras busca¬bas un taxi, le preparé una trampa.
Carolina: ¿Una trampa?... (Afligida) ¿Mor¬tal?
Carlos: Bueno... Depende de la resistencia del tipo.
Carolina: (Angustia¬da) ¿Qué barbaridad hiciste, Carlos, por Dios?
Carlos: Me extraña tanta compasión por los rate¬ros. ¿Ves? Porque todos piensan como tú, tenemos esta plaga en Chile.
Carolina: ¡Dime qué fue lo que hiciste!
Carlos: ¿Te acuerdas del baúl lleno de fierros que tu tío nunca se quiso llevar? Eso me dio la idea. Lo coloqué sobre el salien¬te que hay entre la mampara y la puerta y lo amarré con una cuerda, de manera que al que abre la puerta ¡le caiga enci¬ma!
Cae un pesado saco que tira el Porta-equipaje antes de entrar al escenario y Carolina, asociándolo con lo del baúl, cae sentada sobre una de las maletas y se queda, con la actitud del inicio, mirando ante sí. Entra el porta equipaje, anunciando:
Porta equipaje: El tren local parte dentro de 4 minutos, el tren local... (Sale, diciendo) ¡Dentro de 4 minutos: si van a tomar ese tren, pasen a la otra vía.
Carlos: (Recogiendo paquetes se los da a Caro¬lina). No sería raro que al volver de la vacaciones nos encontráramos con un sujeto delirando, entre la puerta y la mampara ¡Carolina!
Carolina: ¿Sí, Carlos?
Carlos: ¿No oíste? Llegó el tren local. (Le pasa la caja de sombre¬ros, ella sigue mirando ante sí, con honda preocupación)
Carolina: ¿Sí, Carlos?
Carlos: Oye ¿te vas a quedar sentada ahí toda la tarde?
Carolina: (A punto de llorar) No, Carlos...
Carlos: (Tira un paquete al piso) ¿Cuando vas a bajar de la luna, mujer, por Diós?
Carolina: No sé, Carlos...
Estalla la música incidental del inicio mezclada al ruido del tren que se va deteniendo.
Isidora Aguirre (Chile, 1919 - Chile, 2011).
Premio a la Trayectoria 2010 entregado por la Sociedad de Escritores
Latinoamericanos y Europeos (SELAE).
Acto Unico
Una sala de espera. Un banco. Luz de día. Música de introducción alegre, (ejecutada por un organi¬llo callejero), que se mezcla con el ritmo de un tren que se detiene. Entra Fernando, el estudiante. Trae una caja de violín y maletín, se sien¬ta en el banco. Luego entra Carlos, precedido por el porta-equipaje que trae las maletas.
Carlos: (Al porta-equipaje, dando propina) Gracias, déjelas ahí. ¿Cuánto falta para nuestro tren?
Porta equipaje: ¿El expreso a Santiago?
Carlos: No, hombre: vengo de Santiago. El tren local.
Porta equipaje: Unos... treinta minutos. Si no llega con atraso... (Sale)
Entra Carolina, cargando paquetes y, distraída sigue de largo. Va a salir por el otro extremo, él la llama.
Carlos: ¡Carolina! (Ella se detiene). ¿Dónde vas, mujer? (Le ayuda a dejar los paquetes en el banco). Sabiendo que teníamos que hacer un trans¬bordo, ¿cómo se te ocurre traer tantos paque¬tes?
Carolina: Sí, Carlos.
Carlos: ¡Una caja de sombreros! ¿Vas a usar som¬brero en el campo?
Carolina: Sí, Carlos...
Carlos: (Mira dentro de la caja) Uno, dos tres, cuatro, cinco... ¡cinco sombreros!. Si es para protegerte del sol ¿no te pare¬cen demasiados?
Carolina: Sí, Carlos.
Carlos: Cinco paquetes... Oye ¿no eran seis?
Carolina: Sí, Carlos.
Carlos: ¡Pierdes uno y te quedas tan tranquila!
Carolina: (Sentándose) Sí, Carlos.
Carlos: ¿En qué quedamos? ¿Eran cinco, o seis?
Carolina: Cinco, Carlos, cinco.
Carlos: (Se sienta y abre el periódi¬co: Imitándola) “Sí, Carlos, No, Car¬los...” Oye... en el tren venía leyendo un par de avisos, muy sugerentes. Aquí, (Lee) “Compro refrigerador en buen esta¬do, tratar”, etc. Y este otro: “Vendo Chevrolet, 4 puertas, poco uso, con facilidades...”. Fíjate en el detalle: el refri¬gera¬dor lo pagan al con¬tado, podemos dar el pie para el auto. Sé que el refrigerador es indispensable, pero tene¬mos el chi¬co que nos dio tu mamá, mien¬tras podamos comprar uno mejor. En fin, tú dirás... (La mira, ella sigue distraída) ¡Carolina!
Carolina: ¿Sí, Carlos?
Carlos: Oye ¿qué te pasa?
Carolina: ¿A mí? Nada. ¿Por qué?
Carlos: Hace como media hora que contestas: “sí, Carlos”, sin tener idea de lo que dices.
Carolina: Sé perfectamente lo que digo... Digo: “sí, Ca¬rlos”.
Carlos: Bueno, ¿qué opinas?
Carolina: ¿Sobre qué, por ejemplo?
Carlos: ¡Sobre estos avisos “por ejemplo”!
Carolina: Tienes razón: trae demasiados avi¬sos... Deberían dedicar más espacio a la literatura.
Carlos: ¡Más espacio a la literatura... !
Carolina: Siempre lo has dicho. ¿Por qué tratas de confundirme?
Carlos: ¡No trato de confundirte!. ¡Sólo te hago notar que contestas sin tener la menor idea de sobre qué te estoy hablando!
Carolina: Entonces, dime de qué se trata y no te sulfures.
Carlos: De vender nuestro refrigera¬dor, y...
Carolina: (Cortando) ¿Estás loco?. ¡No se puede vivir sin refrigera¬dor!
Carlos: Déjame terminar: venderlo para comprar un auto...
Carolina: ¿Lo dices en serio? ¡No vas a comparar el precio de un auto con el de un refrige¬rador!
Carlos: ¿Podrías leer estos avisos? (Rabioso, tira el diario). ¡Al diablo! Lo que me interesa, ahora, es saber en qué esta¬bas pensan¬do.
Carolina: Pero Carlos, ¿por qué siempre tienes que tirar todo al suelo? (Recoge el diario)
Carlos: No cambies el tema.
Carolina: No cambio el tema, lindo: recojo el dia¬rio. Te alteras cuando viajas en tren.
Carlos: (Imitando su voz suave). No son los viajes en tren, queri¬da...
Carolina: ¿Por qué ese tono de marido controla¬do?
Carlos: Dime de una vez en qué estabas pensando
Carolina: ¿Yo?
Carlos: Sí. Tú.
Carolina: ¿Cómo quieres que sepa en qué estaba pensando? En nada. Estaba pensando... en nada.
Carlos: Entonces, deduzco que durante todo el trayecto desde Santiago hasta esta estación del trasbordo, venías pensando en nada, porque traías esa misma expresión lunática.
Carolina: ¿Es un pecado?
Carlos: Es una mentira: No es posible pensar “en nada” tanto tiempo seguido. Un esfuerzo continuado para mantener la mente en blanco, agota hasta los cerebros más entrenados.
Carolina: Por Dios, Carlos ¿cómo puedes ser tan complicado? No hice el menor esfuerzo. Y cuando digo nada, quiero de¬cir... todo.
Carlos: (A un testigo imaginario) Cuando dice “nada”, quiere decir “todo”.
Carolina: Ay, Carlos, ¡qué manía la tuya de repetir lo que yo digo! Me mortifica.
Carlos: Lo repito para poner en evidencia lo ilógico de tus respues¬tas. Eso es lo que te “mortifica”.
Carolina: Oye, estás poniendo una terrible mala voluntad en esta con¬versación. Por lo general me entiendes muy bien.
Carlos: No cuando tratas de engañarme. (Pausa). ¿Qué fue ese sobresal¬to que tuviste al llegar a Rancagua?
Carolina: Un calambre, te lo dije. De tanto estar sentada.
Carlos: ¿Y ese otro, cerca de Pelequén?
Carolina: Otro calambre de tanto estar sentada. ¿Te parece muy raro?
Carlos: ¿Y el de...
Carolina: ¿De Chimbarongo?
Carlos y Carolina: ¡Otro calambre de tanto estar sentada!...
Carolina: Lindo, por favor terminemos con estas discusio¬nes inútiles. Explícame eso del auto y del refrigerador...
Carlos: Olvidemos eso. (Se está buscando algo en los bolsi¬llos, al no hallarlo, se levanta como para salir de la sala).
Carolina: ¿Dónde vas?
Carlos: A comprar cigarrillos. (Sale)
Carolina, se levanta y empieza a acomo¬dar los paquetes sobre el banco. Ladra un perro, asustada deja caer uno de los paquetes. Fernando, que desde el inicio ha estado atento observándola, corre a recogerlo. Ella le son¬ríe. Hay un silencio. El, tímido, va a decir algo, pero no le sale la voz. Se aclara la garganta y vuelve a ensayar:
Fernando: ¿Van a tomar el tren local?... Yo también. Por favor, no crea que tenga la costumbre de acercarme a las señoras y ha¬blarles. Se trata de una circuns¬tancia muy especial, y me resulta difícil... (Al accionar, tira otro de los paque¬tes, lo recoge, solícito) Como le decía...
Carolina: Ah... ¿me estaba hablando a mí?
Fernando: ¿A quién otra?. Naturalmente que le estaba hablando a usted. (Sin querer al accionar tira otro paquete). Perdone ¡qué torpe!
Carolina: (Divertida) Deje en paz esos pobres paque¬tes y por favor, repita su pregunta: estaba distraída.
Fernando: ¿Mi pregunta?. ¿Cuál pregunta?. No tiene importancia... (Calla, luego reacciona). Le decía que no acostumbro acercarme a una dama sin ser presen¬ta¬do, que es la prime¬ra vez que lo hago...
Carolina: Muy mal hecho.
Fernando: Carolina... (Se corrige) Señora... estoy seguro que usted está muy por encima de esos tontos convencionalismos.
Carolina: Sabe mi nombre...
Fernando: ¡Sé su nombre! (Con pasión). ¡No hay nada que sepa tanto como su nombre!, Carolina.
Carolina: Joven ¿qué pretende? Porque si lo que pretende es...
Fernando: No pretendo nada y por favor no me llame “joven”. Sólo quería decirle que la estuve observando en el tren, y me pareció que tenía usted una terrible preocu¬pación. Si pudiera ayudar¬la... ¡estoy dispuesto a todo!
Carolina: (Lo mira un instante) Me extraña tanto interés de parte de un desconocido.
Fernando: ¡Le juro que no soy un desconocido!
Carolina: Sin embargo, tiene todo el aspecto.
Fernando: Alguien que la admira desde ha¬ce tanto tiempo, no puede ser un “descono¬cido”. ¿Comprende?
Carolina: (Burlándose) Ah, sí. Comprendo.
Fernando: ¡Gracias, Carolina!
Carolina: Comprendo que está tratando de hacerme la corte.
Fernando: Dios mío, ¿y si así fuera? ¿Nunca le han hecho la corte?
Carolina: Soy una mujer casada. Y ahora, perdone, pero tengo un grave problema que resolver. No puedo dedicarle más tiempo.
Fernando: ¡De eso se trata!. ¡Quiero ayudarle con su proble¬ma!
Carolina: Pero... ¡si no lo conozco!
Fernando: Mire, supongamos que una tarde nos encontramos en... el Parque Forestal. Alguien nos presenta: Carolina, una mujer encantadora, Fernando, un estudian¬te de ingeniería. Ya está. Ahora, nos hemos vuelto a encontrar, pero, claro, usted ya se ha olvidado de mí.
Carolina: Completamente.
Fernando: Ah: si se olvidó es que antes me conocía.
Carolina: Hay que ver que es insistente. Bueno, sea. (Le tiende su mano, él se la estrecha). Como le va. Y ahora ¿me permite concentrarme en mis asuntos?
Fernando: ¿No me va a decir qué es lo que la preocupa?
Carolina: ¡No!
Fernando: Es usted de lo más testaruda.
Carolina: Y usted, ¡de lo más impertinente! ¿Qué se ha creído?. Llamaré a Carlos.
Fernando: Bueno. Llame a Carlos. (Pausa) Con las mujeres todo resulta tan compli¬cado. ¿Qué le cuesta ser más sencilla y aceptar mi ayuda? Cualquiera diría que se ofende porque se la ofrezco. ¿O le caigo antipático? (Mira y ve a Carlos que se acerca). Le hablaré a su marido. Estoy seguro que él me reco¬no¬cerá. Porque us¬ted... nunca se fijó en mí. Sin embargo nos vemos a diario. (Se pone en pose de tocar el violín). Míreme. ¿No le parezco vagamente familiar
Carolina: No me diga ¡el vecino del violín! Cla¬ro... Ya decía yo que lo había visto en alguna parte.
Entra Carlos murmurando entre dientes. “maldito pueblo” Carolina le sonríe.
Carolina: ¿Encontraste cigarrillos, Carlos?
Carlos: No. (Se sienta)
Fernando: ¿Le puedo ofrecer de los míos?
Carlos: No, gracias, no se moleste. (Tras el dia¬rio, le habla bajo a Carolina). No iniciar con¬versaciones con desconocidos durante los via¬jes, des¬pués no hay cómo sacárselos de enci¬ma.
Carolina: Carlos, ¡si es Fernando!
Carlos: (Sin reconocerlo, sonrisa fingida) ¿Fernando? sí, claro... (Saluda) Cómo está. ¿De viaje?
Fernando: Sí, sí. ¿De veras no quiere fumar? (Le ofrece, él acepta)
Carlos: Gracias. ¡Es increíble que no haya en este pueblo dónde comprar cigarrillos! Todo cerrado.
Fernando: Si no me equivoco, lo que ha de estar abierto es el club.
Carlos: ¿Dónde está el club?
Fernando: El club del hotel. Y el hotel tiene que estar abierto.
Carolina: ¡Por supuesto! El hotel tiene que estar abierto.
Carlos: Puntualicemos: ¿dónde está el hotel?
Fernando: Al final de la calle principal, es decir, en la plaza. Y la plaza la encuentra... si¬guiendo derecho por la calle princi¬pal.
Carlos: Bien.. Y ¿cuál es esa calle principal, cómo se llama?
Carolina: Carlos ¿cómo no vas a distinguir la calle princi¬pal?
Fernando: Sí: es la más ancha y la más larga. Saliendo de la estación, me parece que es... hacia el lado de allá. La encontrará en¬seguida. En la plaza verá un cine, chi¬quito, y al frente está la iglesia. Una igle¬sia... común y corriente, y en el otro costado, está el hotel. Savoy, o Crillón, me parece.
Carlos: (Con desconfianza) Bien. Probaremos. (Sale)
Fernando: (Entusiasta) ¡Gracias, Carolina!
Carolina: Gracias ¿por qué? ¿Qué hice?
Fernando: Me ayudó a alejar a su marido.
Carolina: ¿Qué quiere decir? Oiga, ese club, entonces...
Fernando: Todos los pueblos son iguales, Carolina. Tiene que haber un hotel y un club en la plaza. Y ahora dígame ¿cuál es ese te¬rrible se¬creto?
Carolina: ¿Qué le hace pensar que es un secreto?
Fernando: Carlos no lo sabe.
Carolina: Hay muchas cosas que es mejor que los ma¬ridos no sepan.
Fernando: Desde luego.
Carolina: Sería amagarles la existencia.
Fernando: Comprendo.
Carolina: Oiga, ¡le prohíbo pensar en nada vulgar!
Fernando: No, jamás. Pero dígame ahora, ¿en qué la puedo ayudar?
Carolina: Bueno, ya que insiste: dijo que era estudiante de ingenie¬ría. (El asiente) En ese caso, puede darme algunos datos técnicos.
Fernando: (Emocionado) Usted, tan femenina, tan en¬cantadora, hablando de “datos técnicos”... ¡Qué quiere, me emociona!
Carolina: Qué ridiculez. ¡Contrólese, por favor!
Fernando: No me importa hacer el ridículo ni me pue¬do controlar. Hace tanto tiempo que esperaba la ocasión de hablarle, de poder partici¬par en algo suyo, de... Bueno, pero si se empeña le puedo dar millones de datos téc¬nicos. ¿Sobre qué?
Carolina: Sobre... sobre la resistencia de cier¬tos materiales al fuego.
Fernando: ¿Resistencia de materiales al fuego?. Ni una palabra más, me lo imgino todo. Si es lo que supongo creo que no se los daré.
Carolina: Tiene gracia. Y ¿qué es lo que supone?
Fernando: Necesita dinero y ha decidido trabajar a escondi¬das de su marido. Segu¬ramente le ofrecieron un puesto en una Sociedad Constructora. Sección venta de materiales. Y necesi¬ta datos técnicos... Carolina, ¡déjeme tomar yo ese trabajo! Le daré íntegro mi sueldo, ¡yo no lo necesito!
Carolina: Pero ¡qué se ha imaginado!
Fernando: Le juro que no me imagino nada. Tampoco le pe¬diré nada a cambio. ¡Acepte, por favor!
Carolina: (Burlándose) Muy generoso de su parte, joven. Suponien¬do que acepto ¿de qué vivi¬rá usted?
Fernando: ¿Yo? Del milagro, como he vivido hasta ahora. Si hay que robar ¡robaré! No tengo prejuicios.
Carolina: Está completamente loco. No sé cómo hemos llegado a hablar de cosas tan absurdas. Y no necesito dinero ¿está claro?
Fernando: (Resignado) Está claro.
Carolina: Ahora ponga atención: se trata de una pe¬queña gran tragedia. (Afligida) Algo ridícula, pero... tragedia al fin.
Fernando: Sí, comprendo. ¡Las pequeñas tragedias son siempre las peores!
Carolina: No me interrumpa. No hace más que decir tonterías mientras yo estoy sobre ascuas.
Fernando: Las llama tonterías... Estoy dispuesto a dar la vida por usted, y las llama tonte¬rías.
Carolina: No quiero su vida... ¡quiero esos datos téc¬nicos!
Fernando: ¡Y yo no quiero que usted trabaje!
Carolina: ¿Con qué derecho se mete en mi vida? (Enfá¬tica). ¡Trabajaré!
Fernando: ¡Antes pasará sobre mi cadáver!
Carolina: ¿Su cadáver?. Dios mío, usted me hace perder la cabeza. ¡Si jamás he pensado trabajar!
Fernando: Gracias, Carolina. (Toma su mano). Sabía que termina¬ría por acceder.
Carolina: Le repito que ¡jamás he pensa¬do en traba¬jar!
Fernando: Hubiera jurado que dijo “trabajaré”.
Carolina: Por favor, váyase. ¡Váyase y déjeme en paz!
Fernando: Carolina ¿qué le pasa? ¿Por qué me trata así? Sólo quiero a¬yudarla... ¿Dije algo que no debo? No me lo perdonaría, por¬que yo... (Calla, emocionado)
Carolina: Usted, ¿qué?
Fernando: Estoy enamorado de usted.
Un silencio.
Carolina: No esperará que le crea ¿verdad?
Fernando: No, claro. No me atrevo a esperar tanto.
Carolina: ¿Amor a primera vista? No sabe lo que di¬ce. Es muy joven... y se imagina cosas.
Fernando: No, no me imagino cosas. Hace 4 meses que no puedo estudiar, ni concentrarme en nada. Sólo puedo pensar en usted. He tra¬tado de sacarme esta idea de la cabeza, pero... no puedo.
Carolina: No sea tan romántico.
Fernando: El amor es romántico, Carolina. Escuche: cuando la divisé en el jardín, creí estar viendo visiones. Era exactamente igual a ella. Sus ojos, tan grandes, su son¬risa, el color de su pe¬lo... ¡se le parecía tanto!
Carolina: ¿A quién?
Fernando: ¿Cree usted que los seres vuelven a la ¬tierra una y otra vez?
Carolina: ¿De qué está hablando?
Fernando: Ríase y llámame romántico, pero la verdad es que de niño me enamoré perdidamente de una tía muy bonita que murió joven, es de¬cir, de su retrato. Bueno, ya casi lo había olvidado, cuando de pron¬to, una tarde, cuando estaba estudiando violín frente a la ventana, ¡se me aparece... allí, en el jar¬dín de su casa!
Carolina: ¿Su tía... ?
Fernando: No. Usted, Carolina. Fue como un sueño. Me la imagino, como la veo a ella en el retrato, vestida a la anti¬gua y con un delicado quitasol de en¬caje. Desde que la vi, Caroli¬na, mi vida cam¬bió. Sé que no puedo esperar nada, pero aún así, me siento como en el cielo.
Carolina: Feliz usted, lo que es yo ¡estoy en el infierno!
Fernando: Carolina, disculpe: su pequeña tragedia, la había olvidado. ¿De qué se trata?
Carolina: Se trata de una olla. ¿Entiende? ¡De una olla!
Fernando: (Deprimido) Carolina ¿por qué tenía que hablarme a mí de ollas?
Carolina: Pues, sepa, que de lo único que puedo ha¬blar es de ollas.
Fernando: Horrible artefacto.
Carolina: Sí, horrible. La odio con toda mi alma.
Fernando: ¿Tanto se apasiona por una olla? Franca¬mente, no comprendo.
Carolina: Al fin hay algo que no comprende, ni adivi¬na. Cómo lo va a entender si se trata de un simple hecho cotidiano. De esa realidad, que usted ignora. Escuche, media hora antes de salir, Carlos me dice: “me carga almorzar en el coche come¬dor, prepara algo para el viaje”
Fernando: (En éxtasis, para sí) ¡Genial!
Carolina: Voy a la cocina, preparo unos sandwichs y pongo en una olla, con agua, una olla de fierro en¬lozado, (Indica) pequeña, de este tamaño y un par de huevos para cocer.
Fernando: Describe con tanta vida que me parece estar viéndolo.
Carolina: ¡Y yo no he hecho otra cosa que estar viéndolo durante todo el trayecto! Contra el verde del paisaje, contra los postes de la electricidad...
Fernando: ¿Qué cosa?
Carolina: ¡La olla en llamas!
Fernando: Ah... pobrecita. Ahí tuvo el primer so¬bre¬salto.
Carolina: (Afligida) Al llegar a Rancagua, cuando recordé que había de¬jado la olla hirviendo y que se¬guiría hirviendo durante 15 días... Estos 15 días de vacaciones en los que esperaba tener tanta paz y sosiego. ¡Los pasaré so¬bre ascuas!
Fernando: Carolina, una olla no puede hervir durante 15 días. Tómelo con calma.
Carolina: Eso es lo peor: dejará de hervir en cuan¬to se evapore el agua... entonces, la olla se caliente al rojo, incendio... ¡Se quema nuestra casa, que ni siquiera hemos termi¬nado de pagar! ¡Quizás el incendio cunda por toda la cuadra!. ¡Qué horrible! ¿Se da cuenta? En el tren pensaba que desde aquí podría tele¬fonear a un vecino.
Fernando: (Alegre) ¿A su vecino del violín?
Carolina: Sí, y pedirle que entre por la ventana, no sé...
Fernando: (Tierno) No tengo teléfono, Carolina.
Carolina: ¡Ahora de qué serviría su teléfono!... Por favor ¡sugiera algo!. Estoy tan confundida que no se me ocurre nada. Vengo estrujándome el cerebro desde Ranca¬gua.
Fernando: Sí, los sobresaltos. ¿Por qué fue el de Chimbarongo?
Carolina: ¿Chimbarongo?... ¡el cajón de la basura!. Me acordé que está bajo la cocina, lleno de papeles y es... ¡de madera, de esas cajas en que vienen las frutas!
Fernando: Vamos por partes: reconstituyamos la esce¬na.
Carolina: Por fin se puso comprensivo.
Fernando: ¿Cocina a gas o eléctrica?
Carolina: A gas. (Indica) Aquí está la cocina. Acá un mueble de madera. Ahí, la puerta del closet. Espere... aquí una silla... ¡con a¬siento de totora! (Angustiada, repite), ¡”totora”!
Fernando: Tranquila. ¿Qué más?
Carolina: (Afligida) Y en el tarro basurero hay papeles, un diario completo y ¡bajo la olla, prác¬ticamen¬te!
Fernando: A la hora, se evaporó el agua.
Carolina: ¡No era mucha... es una olla chica!
Fernando: A las dos horas, la olla está al rojo.
Carolina: ¡Horrible!
Fernando: Los huevos pulverizados.
Carolina: ¡Qué importan los huevos!
Fernando: Hay que revisar todos los detalles.
Carolina: ¿Usted cree?
Fernando: Una olla vacía reacciona de distinta manera que una olla con huevos.
Carolina: ¡Dios mío! Sigamos.
Fernando: ¿Olla de aluminio?
Carolina: De fierro enlozado.
Fernando: Primero se salta el esmalte...
Carolina: ¡Qué importa el esmalte!
Fernando: Ya le dije que...
Carolina: (Al borde del llanto). ¡No me diga nada!. ¡La olla salta dentro del tarro con pape¬les, arde la casa entera!
Fernando: (Toma sus manos, para calmarla). Cálmese, Carolina, las ollas no saltan.
Carolina: Lo dice para tranquilizarme.
Fernando: ¡Le juro que no saltan!. Las ollas “se sal¬tan”.
Carolina: (Impetuosa, lo abraza) Tiene razón, ¡gra¬cias!
Fernando: (Mientras la tiene en sus brazos) ¡Qué lástima que exista Carlos!
Carolina: (Se aparta, digna) ¿Qué está insinuando?
Fernando: Nada. Digo... lástima que va a llegar Car¬los.
Carolina: Cierto. No vamos a poder mencionarlo y no podremos resolver nada. Por favor, busque la manera de alejarlo, y trate de averiguar si estamos asegurados contra incendio. Dígale... que vende seguros. Pero, con mucho disimulo. No quiero que sospeche nada. ¿Lo hará?
Fernando: Me pide usted cosas fáciles, pero harto difíciles. Casi preferiría que me pidiera cosas difíciles que me resultan más fáci¬les. ¿Me entiende?
Carolina: (Distraída) No, lindo, pero no importa.
Fernando: ¡Carolina!
Carolina: ¿Qué pasa?
Fernando: Usted... usted...
Carolina: ¿Yo, qué?
Fernando: Me llamó “lindo”... Es una muestra de cariño tan espontá¬nea... casi me atrevo a creer que...
Carolina: Por favor, no empece¬mos a creer cosas ¿quiere?
Fernando le indica que viene Carlos. Entra Carlos. Luego de un silencio:
Carolina: ¿Cómo te fue, Carlos?
Carlos: Mal.
Carolina: No me digas... ¡no estaba abierto el club!
Carlos: ¿Qué club?
Carolina: El del hotel que hay en la plaza.
Carlos: No había club, ni hotel, ni plaza. ¡Ni ca¬lle principal!
Carolina: Carlos, un pueblo que no tiene plaza... Estás divagando.
Carlos: Mira: este pueblo no es a lo ancho, sino a lo largo. No tiene plaza. Es más, creo que ¡no tiene pueblo! (Se sienta, se dis¬po¬ne a leer el diario). Y ahora ¿me permiten?
Fernando: Vaya: debí equivocarme de pue¬blo. Antes el trasbordo se hacía más al sur.
Carolina: Más al sur. Ah, usted ¿viaja mucho?
Fernando: Sí, mucho.
Carolina: (Con señas de inteligencia a Fernando) Qué interesante. ¿Se debe a su trabajo, tal vez?
Fernando: (Comprende) Ah, sí, en efecto. Soy asegu¬rador. Pólizas contra incendio. La compa¬ñía tiene sucursales en provincia.
Carolina: Y me imagino que gana buen dinero. Se trata de algo impres¬cindible... de vital importancia ¿no? Hay tantos incendios... A propósito, Carlos ¿estamos asegurados contra incendio?
Carlos: ¿Nosotros?. ¿Para qué?
Carolina: Nuestra casa, tontito.
Carlos: No.
Carolina luego de un ligero descon¬ciert¬o, a Fernando:
Carolina: Bueno, si no estamos asegurados, será por alguna razón. Nues¬tra casa ha de ser muy resistente al fuego, de otro modo Car¬los hubiera tomado un seguro. Es muy previsor.
Carlos: ¿Nuestra casa? Ardería como una caja de fósforos.
Carolina: (Para sí, afligida) De todos modos, ya es demasiado tarde.
Carlos: Tarde ¿para qué?
Carolina: Para comprar una póliza.
Carlos: ¿Una póliza?
Carolina: No... quiero decir, tarde para comprar cigarrillos. (Ante su mirada de reproche) Ay, Carlos, sabes que aunque diga póliza, quiero decir, cigarrillos.
Carlos: ¿Y por qué no adoptas la sana costumbre de decir directamente lo que deseas expresar, en lugar de hacerme siempre suponer que se trata de otra cosa?
Carolina: Ay, Carlos ¿por qué hablas en forma tan... complicada?
Carlos: (Se levanta) Voy donde el jefe de estación.
Carolina: ¿El jefe de estación?. ¿Para qué?
Carlos: Para preguntarle cuanto falta para este maldito tren local.
Carolina ¡El jefe de estación! El tiene que saber dónde venden cigarrillos, ¿se lo preguntas¬te?
Carlos: (Seco) No.
Carolina: Pero, lindo, es lógico: él vive aquí. (Tono conciliador) Las cosas más sencillas son las últimas que se nos ocurren. Tonto ¿verdad?
Carlos: (Picado) ¡Tantísimo!. (Sale, molesto, de escena)
Carolina: No sé qué le pasa... está de pésimo humor.
Fernando: Carlos sospecha.
Carolina: ¿En qué lo nota?
Fernando: Se ríe a destiempo.
Carolina: Carlos siempre se ríe a destiempo. Bueno, no perdamos estos minutos preciosos que nos quedan.
Fernando: Preciosos para mí, Carolina. Quizá ya no volvamos a encon¬trarnos así... a solas...
Carolina: No nos pongamos románticos, por favor.
Fernando: Pero, Carolina, yo...
Carolina: Lo ideal sería encontrar a alguien... a quien le haya sucedi¬do algo semejante, para saber qué pasa con una olla...
Fernando: Pero... Bueno, de acuerdo ¡hablemos de ollas! ¡Pasémo¬nos la vida hablando de o¬llas! ¿En qué est¬ábamos?
Carolina: En que si la olla salta. ¡Sería terrible porque en el closet hay una dama¬juana con ¡parafina!
Fernando: ¿Para qué tanta parafina?
Carolina: La estufa en invierno, y una lámpara, por si cortan la luz...
Fernando: Ah... la lámpara...
Carolina: ¿Qué? ¿Es peligroso?
Fernando: No, pero la imagino a usted, Carolina, en una noche de llu¬via, bordando a la luz de esa lámpara de otros tiempos...
Carolina: ¡Su tía, otra vez!. ¡Cómo puede ser tan insen¬sible!
Entra el porta equipaje y anuncia:
Porta equipaje: ¡El expreso a Santiago, dentro de 4 minu¬tos! (Cruza la escena y sale, Carolina lo mira como pensando en algo)
Fernando: Carolina, no puedo verla sufrir de ese modo. ¿Quiere que to¬que alguna cosita en el violín? ¿Un poco de música ayuda¬ría?
Carolina: ¿Música? ¡Lo que necesito son “hechos”! ¿Comprende? ¡Hechos!
Fernando Lo siento: a pesar del progreso, no han inventado un disposi¬tivo que permita apagar el gas a distancia.
Carolina: (Coqueta) Pero... se puede tomar un tren... de regreso a Santiago.
Fernando: (Con un sobresalto) ¡Carolina!
Carolina: ¡Dijo que estaba dispuesto a todo!
Fernando: A todo, menos a separarme de usted.
Carolina: ¿Quiere ayudarme o no? Tal vez lo que dijo antes no eran más que palabras. No debí fiarme de un violinista.
Fernando: No ofenda a mi violín: después de usted, es lo que más quiero. Escu¬che: me iría sin vacilar si hubiera el menor peligro. Por favor, confíe en mí. Razonemos, deduzcamos...
Carolina: No, es inútil. No me puedo sacar esa olla ardiendo de mi cabeza. Puede que no pase nada, pero también ¡podría incen¬diarse la casa! Claro, usted no sabe lo que es com¬prar un sitio a plazos, con préstamos y dificultades, luego cons¬truir la casa pro¬pia, con tanta ilusión. Si fuera un poquito más comprensivo, me diría: “Deme las lla¬ves, tomo un tren a San¬tiago, y apago el gas”. Pero, no. Usted no entiende, porque este es un hecho de la realidad y no se arregla con soñar o dejar de soñar. (Pausa) Estoy segura que Carlos com¬prendería. Se pondrá furioso, pero... ¡tengo que compartir esta angustia con alguien! Llamaré a Carlos. (Va hacia un costado y sin ganas, sin alzar la voz, llama) Car¬los...
Fernando: (Luchando consigo mismo) No. ¡No llame a Carlos! Esto queda entre usted y yo. Será un secreto entre los dos. (Heroico, tiende su mano) ¡Deme esas llaves!
Carolina: ¿De veras? ¿Lo dice de corazón?
Fernando: De todo corazón.
Carolina: (Impulsiva lo besa en la mejilla, abrazán¬dolo) ¡Gracias, Fernando! (Se escucha un tren detenerse). ¡El expreso a Santiago, hay que darse prisa. Las llaves. (Muy acele¬ra¬da busca en su bolso, lo vacía sobre el banco, mientras Fernando la mira extasiado por el beso). Mire, ésta es la de la mampa¬ra, y esta otra, más amarillenta, la de la puerta de calle. (Ve que él no está escuchando). Ponga atención, por favor: la de la puerta de calle, tiene maña, hay que inclinarla un poco hacia la derecha... (Se santigua para saber cuál es su mano derecha) No, hacia la izquierda. La cocina está al final del pasillo. Su maletín. (Se lo pasa, él sigue en éxtasis) Ah, y mi dirección en el campo, para que me ponga un telegrama, y saber qué si... no se produjo un incendio... Un lápiz... (Busca en su bolso). El lápiz de las cejas. ¡Papel, por favor! De prisa.
Fernando: (Presenta el puño de su camisa) Aquí.
Carolina: (Escribe) Mi dirección. Y ahora un nombre falso para que Carlos no sospeche. Rápido, un nombre, un nombre...
Fernando: (Sigue extasiado) ¡Greta Garbo!
Carolina: No, algo más común.
Fernando: María Pérez.
Carolina: Eso es. María Pérez. (El va a salir) ¡Su violín!
Fernando regresa por el violín y al alejarse le lanza un beso con un:
Fernando: ¡Adiós, mi amor!
Al salir tropieza con Carlos que viene entrando. Rabioso tira al suelo los cigarrillos que acaba de comprar.
Carolina: (Culpable) Carlos, qué manía la tuya de tirar todo al suelo. (Se los pasa) ¿Qué alcanzaste a oír?
Carlos: Exactamen¬te: “adiós, mi amor”. Tal vez lo golpee.
Carolina: No hay tiempo... (Sonido: tren partiendo). ¡Se fue el tren!
Carlos: De modo que ese bicho era el causante de los calambres, del nada y el todo en que venías pensando y esa confusión al ha¬blar... Y de la prisa desvergonzada que tenían los dos para deshacer¬se de mí. ¿Crees que soy tan idiota que no me doy cuenta de nada?
Carolina: Carlos ¡divagas! El nervioso eras tú, lindo. Siempre te pones así cuando te quedas sin cigarrillos. Estás completamente en¬vi¬ciado por la nicotina.
Carlos: ¡Enviciado por la nicotina! ¿Y cómo expli¬cas, entonces, que ese imbécil con facha de delincuente, se despida de ti con un “adiós mi amor”? ¿No te parece mucha sol¬tura de cuerpo?
Carolina: Carlos ¡estás celoso!
Carlos: Sí, así como suena ¡estoy celoso!
Carolina: Pero si siempre has dicho que los celos no son más que una manifestación del complejo de inferioridad.
Carlos: ¡Qué hombre no ha dicho esa estupidez alguna vez en su vida!
Carolina: Uuy, Carlos ¡estás haciendo el ridículo!
Carlos: ¡Asegurador contra incendios! Y tuviste la desfachatez de presionar para que le tomara una póliza. Oye, ¿desde cuando te interesan en los aseguradores?
Carolina: Por favor, no me vas a hacer una escenita de celos...
Carlos: ¿No crees que me has dado suficiente motivo?
Carolina: Eres de lo más mal pensado que hay, lindo. Te pregunté si estábamos asegurados, por¬que venía preocupada. Tu sabes... Puede que al salir de vacaciones como ahora, se le queda a una algo encendido. Y de ahí a un incendio...
Carlos: Para esos percances de las mujeres distraídas, tomo otro tipo de precauciones: Cierro las llaves de paso. ¡Gran invento, las llaves de paso!
Carolina: ¿Lo hiciste... ahora?
Carlos: Evidente.
Carolina: ¿La de la luz y... la del gas?
Carlos: Lógico. ¿Y esa cara? ¿Qué pasa ahora? (Ella, distraída, no responde), Carolina ¡dejaste algo encendido! ¿No desenchufas¬te la plancha como ese año que fuimos a Cartagena? ¿O qué?
Carolina: Ay, no empecemos con los interrogatorios. Aquí no estamos en los tribunales. Es terrible estar casada con un abogado.
Carlos: No te vayas por la tangentes. ¿Qué fue?
Carolina: Bueno, admito que venía con una ligera incertidumbre.
Carlos: ¡Carolina! ¡la verdad!
Carolina: Y si hubiera dejado algo encendido, no tienes por qué adoptar ese aire de supe¬rioridad. A ti también te pasan cosas ¿no? ¿No dejas nunca la mampara mal cerrada? Todavía no me confor¬mo con que nos roba¬ran la radio y los cubiertos el año pasa¬do.
Carlos: Cualquiera diría que yo tuve la culpa.
Carolina: ¿Fue mía, entonces? ¿No eres tú el encar¬gado de verificar que la puerta quede bien cerrada al partir de vacaciones?
Carlos: No la dejé mal cerrada. Esa chapa no es segura.
Carolina: Es lo mismo, lindo. Podías haber cambiado la chapa este año, y no lo hiciste.
Carlos: (Riendo) Esta vez hice algo mucho más eficaz, y creo que me voy a divertir. Porque ese ratero, ¡te apuesto que es el cuida¬dor de la casa de enfrente, la de los Gómez! Estoy seguro que tiene una llave que le hace a nuestra mampara. Pero... ¡que se atreva a abrirla!... (Se ríe). Le tengo una buena sorpre¬sa.
Carolina: ¿Ah sí? ¿Qué hiciste?
Carlos: ¿No te llamó la atención, que me quedara tanto rato en la puer¬ta? Mientras busca¬bas un taxi, le preparé una trampa.
Carolina: ¿Una trampa?... (Afligida) ¿Mor¬tal?
Carlos: Bueno... Depende de la resistencia del tipo.
Carolina: (Angustia¬da) ¿Qué barbaridad hiciste, Carlos, por Dios?
Carlos: Me extraña tanta compasión por los rate¬ros. ¿Ves? Porque todos piensan como tú, tenemos esta plaga en Chile.
Carolina: ¡Dime qué fue lo que hiciste!
Carlos: ¿Te acuerdas del baúl lleno de fierros que tu tío nunca se quiso llevar? Eso me dio la idea. Lo coloqué sobre el salien¬te que hay entre la mampara y la puerta y lo amarré con una cuerda, de manera que al que abre la puerta ¡le caiga enci¬ma!
Cae un pesado saco que tira el Porta-equipaje antes de entrar al escenario y Carolina, asociándolo con lo del baúl, cae sentada sobre una de las maletas y se queda, con la actitud del inicio, mirando ante sí. Entra el porta equipaje, anunciando:
Porta equipaje: El tren local parte dentro de 4 minutos, el tren local... (Sale, diciendo) ¡Dentro de 4 minutos: si van a tomar ese tren, pasen a la otra vía.
Carlos: (Recogiendo paquetes se los da a Caro¬lina). No sería raro que al volver de la vacaciones nos encontráramos con un sujeto delirando, entre la puerta y la mampara ¡Carolina!
Carolina: ¿Sí, Carlos?
Carlos: ¿No oíste? Llegó el tren local. (Le pasa la caja de sombre¬ros, ella sigue mirando ante sí, con honda preocupación)
Carolina: ¿Sí, Carlos?
Carlos: Oye ¿te vas a quedar sentada ahí toda la tarde?
Carolina: (A punto de llorar) No, Carlos...
Carlos: (Tira un paquete al piso) ¿Cuando vas a bajar de la luna, mujer, por Diós?
Carolina: No sé, Carlos...
Estalla la música incidental del inicio mezclada al ruido del tren que se va deteniendo.
Isidora Aguirre (Chile, 1919 - Chile, 2011).
Premio a la Trayectoria 2010 entregado por la Sociedad de Escritores
Latinoamericanos y Europeos (SELAE).
No hay comentarios:
Publicar un comentario