DE VERDE Y GRIS
La vió entre otras vestidas de igual color; verde y gris. Era el uniforme del liceo de aquel tiempo. Ya la había visto otras veces pero lejos de ahí, en un balneario de Rocha “La paloma”, en las vacaciones. Seguía teniendo aquel aire de niña perdida de no saber por qué estaba ahí. Como él. Ahora se sentía menos solo.
Primer día de liceo; había finalmente llegado - entre curiosidad y temor - el pasaje a aquel mundo casi adulto y ahora que? Quedaba sólo esperar y ver. Y día a día el rito se repitió. Parecía todo normal más era un año de estudios que se desarrollaba durante una dictadura militar. Los profesores no sabían enseñar; los verdaderos habían sido sustituidos, casi todos, por amigos y parientes de militares.
En los corredores del instituto deambulaba gente extraña con vestidos de todos los días pero nosotros sabíamos que era policia. Un mundo que podía representarse en blanco y negro. Pero cuando ella aparecía y se intercambiaban un tímido saludo volvía el color. Así nació aquel amor que se alimentaba de miradas y pequeños gestos casi sin palabras. La timidez no permitía nada más.
El año terminó con varias materias por dar y con la conciencia de que aquél no era su camino. Terminó también el encuentro de miradas con un tímido adiós y una foto de grupo de la clase; quedó en el aire una cita sin saber día y hora para decirse con palabras lo que nunca se pudo decir. De ahí en adelante la nada; la vida continuó para ambos en el duro oficio de “crecer sin perder la ternura” como dijo el poeta.
Pasaron lentos los veinte años del desencuentro hasta un día de enero en un verano austral; el lugar: una ciudad con un millón y medio de habitantes que, además del tiempo pasado, no hacía posible ningún encuentro. En la mesa de un bar una reunión de nuevos amigos con charlas entre cerveza y café.
Allí llegó ella, como un alma más; se encontraron las miradas otra vez y algo sucedió. Todo se detuvo, quedaron sólo ella, él y la emoción del reconocerse que desencadenó un abrazo casi eterno. Salieron incrédulos por la ciudad que cobijaba aquel encuentro postergado. La misma ciudad los vio llegar a aquella plaza y de a poco colmar el vacío de los veinte años; las palabras prisioneras fueron liberadas para llegar hasta aquel preciso instante. La tarde se transformó en la noche y las palabras vieron llegar el día. La ciudad despertaba en las puertas de los bares, en el tráfico cotidiano y en la gente que se encaminaba al trabajo. Ellos, agotados y felices por tanta emoción y palabras, que finalmente pudieron oir y sentir se dieron cita otra vez, casi incrédulos por aquello que el destino o el azar, les permitía vivir. Los encuentros continuaron hasta la fin del sueño; había llegado el momento de volver a la vida real.
Pero aquel encuentro los cambió; hizo que pudieran creer en la magia de la vida. La magia que permitió vivir un poco de ese amor que quedó en espera, suspendido, hasta que una mirada otra vez anulara el tiempo.
Angel Galzerano Guida (Uruguay).
sábado, 26 de junio de 2010
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